La infancia es, para muchos, un símbolo de pureza, inocencia, vitalidad y alegría: quién no volviera a aquel momento en el que todo eran risas y amor, a aquel momento en el que nuestra mayor preocupación era qué postre había preparado mamá.
Pero, ¿y si todavía siguiéramos teniendo un reflejo de ese niño interior escondido dentro de nosotros? Quizá nuestras ansias de renovación, de felicidad y de disfrutar de los pequeños detalles de la vida no sean más que la necesidad de dar voz a ese pequeño sabio al que alguna vez que otra hemos de oír.
Nuestra vitalidad es un niño que nos habla
La vejez es, más que el reflejo físico de la edad, una cuestión de actitud: cuando perdemos la curiosidad, como diría Saramago, dejamos de ser niños. Quizá por eso todos añoramos aquellos tiempos cada vez que vemos a un niño sonreír, porque no tiene preocupaciones, porque no tiene responsabilidades.
Una de las exigencias de ser adultos es la de mirar hacia el futuro: que lo que hagamos hoy tenga una consecuencia positiva en el tiempo. Como corolario, ser adulto significa ser responsable de nuestros propios actos y preocuparnos por aquellos que están a nuestro cuidado.
Aunque hemos de tener esto en cuenta no podemos olvidarnos de nuestro niño interior, el que nos impulsa a ser creativos, a renovarnos y a no dejar de ser jóvenes. Gracias a él no dejaremos de creer en la vida.
¿Cuándo fue la última vez que reflexionaste sobre lo que te hace feliz de verdad?
Puede que El principito, de Antoine de Sain-Exupéry, sea una lección inmejorable sobre quiénes somos: adultos que se han olvidado de sí mismos. Es gracias a los libros como este que nos damos cuenta de que todos tenemos un niño interior que nos hace disfrutar de los pequeños detalles, que acepta quiénes somos y es que, realmente, “lo esencial es invisible a los ojos”.
“Las personas grandes me aconsejaron que dejara a un lado los dibujos de serpientes boas abiertas o cerradas y que me interesara un poco más en la geografía, la historia, el cálculo y la gramática … Las personas grandes nunca comprenden nada por sí solas, y es agotador para los niños tener que darle siempre explicaciones”
-Antoine de Saint-Exupéry, del libro El principito-
Si somos más permisivos con esa parte de nosotros que nos pide alejarnos de lo negativo del mundo adulto, también nos daremos cuenta de que a veces lo que nos hace felices se aleja bastante de lo que parece obvio. Así, una mirada inocente y fresca puede darse cuenta de ello mucho antes que aquella que está plagada del mundo de lo corriente.
Acepta al niño que hay dentro de ti: vuelve a mirar al mundo por primera vez
Puede que la adultez no sea más que un cambio de perspectiva, dado que pasamos de maravillarnos con lo que tenemos alrededor a asustarnos cuando algo se sale de lo normal. ¿Y no es cierto que lo normal también puede mirarse con los ojos de lo extraordinario? Quizá esa sea la clave: maravillarnos del mundo como si cada día lo viésemos por primera vez, como quién se dispone a recibir la mayor serendipia de su vida. Así disfrutaríamos más de valorar lo que está cerca y no vemos.
No hay nada malo en dejar escapar nuestro lado infantil. Esto no significa renunciar al lado adulto, sino llegar a un equilibrio entre ambos que nos permita tanto ocuparnos de nuestra vida como de aceptar lo extraordinario que hay en ella. Observar el mundo con ojos de adulto es necesario, pero pintar en él detalles de nuestro niño interior es asombroso.
“Estamos mirando el abismo de la vejez y los niños vienen por detrás y nos empujan”
-Gómez de la Serna, de Greguerías–
Seamos razonables: escuchemos a nuestro niño interior porque tiene más lecciones que darnos de las que pensamos y todas ellas nos llevan a nuestra propia felicidad. No perdamos la curiosidad, las ganas de disfrutar e incluso la inocencia: analicemos el mundo como lo analiza el principito y busquemos llegar allí dónde los ojos no nos permiten hacerlo.
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